En el mundo del marketing digital, hay conceptos que significan cosas muy diferentes según el interés de quien los invoca. Uno es el de engagement, que para ciertos profesionales no es una representación de la afinidad con una marca, sino que se ha llegado a convertir en un patrón de medida. Así, se atreven a hablar del número de engagements que consiguen con una acción de contenido, aunque no quede muy claro qué significa eso ni qué información aporta. Otro término que va por el mismo camino es el de follower o seguidor. Hace apenas una década, un seguidor era la pepita de oro en el cauce del río, algo de un valor extremo, difícil de ganar para una empresa, que solo podía aportarle beneficio. Hoy no es así, pero incluso hay quien, teniéndolos para mal, los ve con buenos ojos.
El seguidor ha dejado de ser el fan hasta el punto de que incluso Facebook diferencia entre uno y otro. El primero te observa; el segundo “solo” te aprecia. Quizás los dos sean a veces la misma persona, pero no es así en todos los casos.
Los matices del seguidor
Cada vez es más habitual que los seguidores no estén detrás de la marca por afinidad, sino por curiosidad, interés práctico o, en el peor de los casos, inquina. Hay seguidores tóxicos, como los stalkers. Más que seguir, el stalker persigue: nos investiga, averigua nuestras conexiones con otros perfiles de las redes sociales, reconstruye nuestra vida y la aprovecha para sacar conclusiones, mandarnos mensajes incómodos e incluso amenazarnos. Hay seguidores críticos, que no sienten un aprecio especial por la empresa, pero que se convierten en un miembro más de la comunidad digital porque es la vía que han encontrado para cuestionarnos, quejarse y reclamar sus derechos. A medida que activamos barreras para controlar el nivel de ira de las redes sociales, contribuimos a transformar el valor del follower. Una forma de hacerlos es, por ejemplo, bloqueando quién puede contestar un tweet en función si le dejamos que sea parte de nuestro grupo de seguidores o no, o de si lo mencionamos en la conversación.
Hay seguidores críticos que se convierten en un miembro más de la comunidad digital porque es la vía que encuentran para reclamar sus derechos
El seguidor como métrica de valor
En los inicios en los que se cocinaba el actual ecosistema de plataformas digitales, el seguidor era la principal medida del éxito de un perfil. “¿Cuántos tienes?”, nos preguntábamos entre los que trabajábamos en esto. La premisa parecía obvia: a más seguidores, más alcance potencial tendrán nuestras publicaciones. Sin espectadores, no hay impacto posible ni capacidad de influencia.
Sin embargo, más seguidores no significa más éxito. Hoy puede ser justo lo contrario. Hace cosa de año y medio, en un evento del sector, escuché a un importante experto asegurar que las numerosas críticas que su empresa recibía a través de todas las plataformas en las que estaba presentes era positivas porque significaban que sus seguidores “eran auténticos”. Que hablen mal de ellos, mientras no sean bots. Desde luego, quien no se consuela es porque no quiere.
Para algunos, es bueno que los seguidores hablen mal de ellos, mientras no sean bots
Porque ese es otro problema: en muchos casos, los seguidores son, directamente, falsos. La sofisticación de las redes ha llevado parejo un proceso de generación de perfiles fake que copian el comportamiento humano para no ser eliminados en los procesos de limpieza regulares de entornos como Twitter, Facebook o Instagram. Su existencia se comercializa para lanzar ataques reputacionales y campañas de apoyo o desprestigio, que buscan simular un apoyo popular a medidas o estados de opinión que, en realidad, no tienen base popular. Es el astroturfing, más falso que la hierba artificial que da nombre a este término. “Monkey see, monkey do”, dicen los anglosajones. “Culo veo, culo quiero”, decimos en España.
Quien tiene un seguidor no tiene un tesoro. Tiene unos ojos, virtuales o no, sobre su cuello. Su valor digital dependerá, como siempre, de sus reacciones y de las implicaciones que terminan teniendo las mismas.