Hablar de propósito corporativo se ha convertido en una conversación habitual en los comités de dirección, en las agencias y en cualquier foro donde se reflexiona sobre el futuro de las organizaciones. No es una moda pasajera, aunque la moda, que siempre tiene un punto peyorativo, haya contribuido a popularizar el término. En comunicación y estrategia corporativa, el propósito es una herramienta crítica para dotar de coherencia, sentido y diferenciación a una marca. Sin embargo, sigue siendo uno de los conceptos más malinterpretados y peor ejecutados. Comunicar con propósito no consiste en vestir a la empresa con palabras solemnes, sino en orientar sus mensajes desde una convicción real, respaldada por decisiones tangibles y una narrativa honesta.
El propósito ha pasado a ser un elemento central de la estrategia de comunicación, porque ayuda a explicar no sólo qué hace una empresa, sino por qué lo hace y a quién beneficia realmente. En un entorno saturado de mensajes y en un mercado donde la diferenciación funcional es cada vez más difícil, la dimensión ética y social del negocio gana relevancia. Los consumidores, los empleados y los inversores buscan señales de coherencia. Quieren saber si las compañías operan guiadas por algo más que la cuenta de resultados. Este cambio cultural, reforzado por la digitalización y por una mayor transparencia pública, sitúa al propósito como un pilar fundamental para las organizaciones que aspiran a generar confianza duradera.
Propósito: un concepto al alza
¿Por qué este término ha adquirido tanta fuerza en los últimos años? La respuesta tiene mucho que ver con el contexto. La crisis financiera, la pandemia de 2020 y el debate social sobre la sostenibilidad han configurado un escenario en el que se exige a las empresas que demuestren su impacto. Ya no basta con anunciar lo que se hace; hay que justificar por qué se hace, con qué criterios y qué efectos tiene en la sociedad.
Además, el auge de los criterios ESG ha incorporado el propósito al lenguaje del gobierno corporativo. Las compañías se sienten observadas, reguladas y, en muchos casos, interpeladas por sus grupos de interés. El propósito funciona en ese caso como brújula y relato, porque ayuda a ordenar prioridades internas y a comunicar compromisos de manera comprensible.
Los riesgos de ignorar el propósito
Obviar el propósito en la comunicación corporativa supone asumir riesgos significativos. La empresa que ignora su propósito o que nunca se detiene a definirlo suele caer en un discurso táctico, reactivo y deslavazado, incapaz de explicar su contribución real. En un entorno donde la reputación se mide en tiempo real, las marcas que no saben quiénes son ni qué representan se vuelven vulnerables a la crítica, a la desconfianza y a la inconsistencia narrativa. También pierden capacidad para atraer talento, para ganar credibilidad en los mercados y para generar relaciones estables con sus comunidades. La ausencia de propósito deriva, a la postre, en una comunicación superficial que no construye memoria ni sentido, y que termina diluyendo la identidad corporativa.
Sin embargo, incluso aquellas empresas que sí han adoptado el propósito como elemento estratégico cometen errores importantes. El más habitual es el postureo. El propósito se vacía de contenido cuando se utiliza como un eslogan bonito, como un claim motivacional o como maquillaje para parecer una organización responsable.
El postureo se detecta rápido: mensajes grandilocuentes, compromisos excesivos, anuncios emotivos y un exceso de storytelling sin relación directa con la actividad real. Cuando el discurso va por un lado y las decisiones por otro, la incoherencia se convierte en un riesgo reputacional mayor que la ausencia de propósito. El público no perdona las contradicciones y, en un entorno hiperconectado, la distancia entre lo que se dice y lo que se hace se vuelve inmediatamente visible.
Cómo abordar el reto
Las organizaciones que realmente quieren comunicar desde el propósito tienen que empezar por la acción. El propósito no se redacta: se demuestra. Se construye a partir de las prioridades del negocio, del impacto de sus operaciones, del tipo de valor que genera y del modo en que se relaciona con la sociedad. Esto implica revisar procesos, impulsar políticas internas coherentes, adoptar criterios de sostenibilidad, desarrollar proyectos transformadores y asumir compromisos verificables. La acción precede al relato, porque solo aquella es capaz de sostener en el tiempo una narrativa de propósito creíble.
La Dirección debe asegurar que lo que se comunica encuentra respaldo en evidencias visibles y en decisiones estratégicas que expresen, sin ambigüedades, cómo se materializa ese propósito.
Llevar esa acción a la comunicación requiere método, disciplina y perspectiva estratégica. No basta con incorporar la palabra “propósito” al plan anual de contenidos. La clave está en traducirlo en mensajes concretos, relevantes para cada audiencia y vinculados a la operación diaria. La comunicación debe convertirse en el reflejo de una cultura corporativa que integra el propósito en todas sus decisiones, desde el diseño de productos hasta la gestión del talento. Esto exige evitar el tono moralizante, renunciar a las promesas infladas y apostar por un enfoque transparente y basado en hechos. En la práctica, comunicar desde el propósito es explicar de manera clara cómo la empresa contribuye a resolver problemas reales y qué impacto medible está generando.
El propósito corporativo seguirá siendo un elemento esencial para las empresas que quieran diferenciarse con autenticidad, atraer talento, fortalecer su reputación y mantener relaciones sólidas con sus grupos de interés. Su valor estratégico aumenta cuando se convierte en motor de acción y cuando se articula a través de una comunicación honesta, rigurosa y conectada con la realidad. Las compañías que comprendan esta lógica y renuncien al postureo estarán en mejores condiciones para liderar, inspirar y generar impacto. Al final, comunicar desde el propósito no va de decir más, sino de hacer mejor.








